Moisés S. Palmero Aranda
Educador ambiental
Enero es un mes de confusión, lío, embrollo, de desorden, vamos, un galimatías de diccionario.
No sabes si vienes o si vas, si estás cerrando el año anterior o has hecho borrón y cuenta
nueva, si tienes las pilas emocionales cargadas o bajo mínimos, si confiarte a la esperanza de
que todo irá a mejor o pedirle a la virgencita o al duende de turno que te deje como estás.
De hecho, está consagrado a Jano, el dios romano de las puertas, los comienzos y los finales, al
que se representa con dos caras de perfil mirando a ambos lados. Se le atribuye la invención
del dinero, la navegación y la agricultura, y se le invocaba al principio de una guerra, porque,
aseguraban, prometía buenos finales. Pero aunque suena muy bonito, ya lo decían Astérix y
Obélix, ¡Por Tutatis, están locos estos romanos!
La experiencia nos muestra que, más que vivirlo, lo sufrimos, y escalamos la cuesta como
podemos. Al frío hay que sumarle el cansancio físico y anímico de las Navidades, el agujero que
dejan en nuestra cuenta corriente, el moquillo colgando y los resfriados, el exceso de peso y
colesterol, las frustraciones al descubrir que te planteas los mismos propósitos que el año
anterior, que volverás a fracasar ante ellos, y que la vida es un continuo difícil de resetear de la
noche a la mañana.
Para que no caigamos en el desánimo y en la hibernación de gasto, nuestros líderes,
espoleados por los dueños de su silla y el capital, nos estimulan para mantenernos eufóricos,
recalcando lo del mes de las oportunidades. Nos ofrecen rebajas, y se inventan tonterías,
adornadas de parámetros científicos, como que el tercer lunes de enero es el día más triste del
año, pero que podemos solucionarlo planificando nuestras vacaciones de verano y
construyendo, a base de talonario, nuestro futuro con frases como ¡imagínalo y lo
conseguirás!, eres el mejor y te lo mereces.
Es cierto que cada uno lo afronta de forma más optimista o negativa según su personalidad,
situación económica y relaciones personales y sociales, pero este año la cosa pinta mal. Vemos
como la corrupción sigue arraigada en nuestro sistema político, con Koldo como cabecilla de
una trama más; que los precios de los alimentos, el agua y la luz han subido antes de que nos
tragásemos la última uva; que los seguros que pagamos no sirven de nada y las ayudas
institucionales no llegan a los damnificados por las catástrofes naturales; que Trump y los
fascistas por el mundo siguen ganando terreno, quemando petróleo, negando el cambio
climático y clasificando a las personas según el color de su piel y dónde nacieron; que los
oligarcas siguen jugando a la guerra a costa de la sangre de los civiles; que los ultracatólicos de
sotana, misa y comunión que luego gritan ¡viva el vino, la coca y las mujeres!, se ofenden por
una estampita de una vaquilla, mientras nuestra mayor preocupación es saber qué es humor,
libertad de opinión o delito de odio, si con la leche materna se pueden hacer diamantes y
trajes horteras, si los papeles de Olmo llegaron a tiempo o si por jugar en el Real de Madrid,
hay que perdonarle al ganador del balón de playa, que sea maleducado, provocador y violento.
Sin embargo, a pesar de toda esta deprimente y triste realidad, para los educadores
ambientales, el mes de enero es uno de los meses más importantes, porque se celebra el Día
de la Educación Ambiental, y eso nos hace comenzar el año con ganas de conmemorarlo como
se merece. Dedicarnos a esta profesión ya es un canto al optimismo, porque, analizando la
realidad, utilizando diferentes herramientas, nuestro objetivo es crear redes, nuevos caminos
para encontrar las soluciones, individuales y colectivas, a los problemas sociales y ambientales
a los que nos enfrentamos.
Se me plantea un mes intenso, retomando, continuando y haciendo crecer los proyectos que
llevamos a cabo desde hace años, terminando algunos nuevos que estamos deseando que
vean la luz y presentando otros junto a nuevos compañeros de camino en los que llevamos
tiempo trabajando.
A todo lo que está por venir, hay que sumarle un inesperado, emocionante y, por ahora,
secreto regalo que me hicieron los Reyes Magos y que me llevará a Madrid a mediados de mes
a recogerlo. Es algo simbólico, de ningún valor para la mayoría, quizá frío y traicionero, pero ha
venido para animarme a seguir pensando en lo global y actuando en lo local, a calentarme el
cuerpo y ensancharme el alma en este galimatías que es el mes de enero.