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Leyenda de la Santa Arbolada

Moisés S. Palmero Aranda Educador ambiental


No sé si será la sugestión por la cercanía al Día de Todos los Santos y de Difuntos, o por las
terroríficas noticias en prensa de las últimas semanas, pero he tenido, no sé cómo llamarlo,
una experiencia paranormal, visión, aparición que está perturbando mi alma, me impide
conciliar el sueño y crispa mis nervios y mi ánimo.


Antes de contarles lo vivido, debo aclararles, temeroso de estar perdiendo la cabeza, que
comencé a investigar y descubrí que no es problema local, sino que estas barrabasadas se
repiten por todos los territorios donde gobiernan el asfalto, el cemento y la ceguera de sus
dirigentes negacionistas, cortoplacistas y esclavos de los presupuestos. También, para mi
asombro, que algunos lo catalogan de señal, premonición o augurio, aunque la mayoría como
una vulgar leyenda inventada por falsos profetas, bufones catastrofistas y enemigos del
progreso, para asustar a los niños, aterrorizar a la población y crear un estado de alarma que
los aúpe al poder convertidos en héroes salvadores.


Impulsado por mi curiosidad, incredulidad y un vago rumor, caminaba al mediodía por una
avenida que se conoce como la de la sal porque cruza lo que fueron las Salinas de Guardias
Viejas. Ahora, visto lo visto, creo que es una denominación supersticiosa para ahuyentar al
maligno y la mala suerte.


Hacía un sol de justicia, así que buscaba la sombra de las adelfas, el frescor de los taráis, y los
bonitos amarillos de las olivardas pegajosas que florecen en otoño para la satisfacción de los
insectos. Fija mi atención en un pequeño y rojo caballito del diablo, debe ser otra señal, no me
percaté por donde apareció la Santa Arbolada, una procesión de 100 árboles talados,
encabezada por un mortal que llevaba una azada, un cubo con agua y un bote de semillas que
hacía sonar rítmica y alegremente.


Me pareció un concejal de urbanismo, pero bien podría ser un alcalde o un promotor, como se
parecen tanto los confundo. Lo que me sorprendió es que no se le veía apesadumbrado, y la
pose de sufrimiento era fingida, salvo cuando alguno de los árboles le daba un latigazo con una
de sus ramas. Pero se le pasaba pronto el dolor, y la sonrisa de suficiencia volvía.
Al pasar a mi lado, intentó embaucarme para que ocupase su posición. Me dijo que aquella
procesión era una performance, una reivindicación para que planteásemos más árboles. Me
ofreció un puñado de monedas afirmando que sería muy educativo hacerlo en los patios de los
colegios, con las familias en la Sierra de Gádor, o incluso en nuestro balcón, así todos sabrían
que hay que cuidar de la naturaleza. Cacareaba, convencido, que ellos lo hacían, que es verdad
que cortaban algunos, a otros les cementaban los alcorques o ponían césped artificial, pero
luego los sustituían por jardines con muchas plantas, toldos, palmeras y otras especies exóticas
muy coloridas. Que si quería comprobarlo, solo había que ver el dineral que se gastaban.

Casi me convenció, pero en ese momento, un árbol pica pica, cuya savia aún fresca corría por
su tronco, le sopló un montón de filamentos de su fruto que se le clavaron en la piel y tomó la
palabra. Mientras el listillo lloriqueaba, me contó que cada vez son más los árboles talados,
mutilados, acusados falsamente con excusas inverosímiles, como que provocan alergia, atraen
abejas y hormigas, dan sombra, los pajarillos molestan con sus cantos, las raíces destruyen
restos arqueológicos, invaden el espacio de las aceras y de los coches, que el dinero que nos
gastamos en cuidarlos podríamos dedicarlo a las fiestas patronales y unas cuantas misas y
cohetes para pedirle a los santos que llueva y mitiguen el cambio climático.


Aquella retahíla de justificaciones inacabable fue interrumpida por el enfado de los demás
árboles que gritaban cosas como: quién purifica su aire, limpia su contaminación, genera
biodiversidad, controla las plagas, hace disminuir la temperatura de sus calles, regula el clima,
atrae la lluvia, genera biomasa, protege el suelo, evita riadas, captura el dióxido de carbono,
absorbe polvo y contaminantes, le ha dado madera para calentarse en invierno, protegerse de
las lluvias, alimento, o les evita el estrés ofreciendo su belleza. Cómo y quién pagará todos
esos servicios ecosistémicos.

Ciegos, irresponsables, egocéntricos, insensibles.
Escuchar tantos argumentos científicos me asustó, pero el verdadero terror fue ver la
indiferencia, la soberbia, el desconocimiento de aquel simple y fugaz mortal, de efímero poder,
que buscaba con su maliciosa sonrisa a quien pasarle aquel marrón para poderse ir a tomar
una cerveza fresquita bajo el aire acondicionado o hablando por el móvil en la piscina de su
jardín de flores de plástico.